19 de septiembre de 1985: una de tantas crónicas

Muchos de los jóvenes usuarios de estas tecnologías quizás ni siquiera habían nacido. Mi hermano apenas tenía un año y medio de edad. Y yo, aunque sólo tenía 7 años, aún recuerdo que pasaban días y días y semanas y semanas y seguían saliendo cuerpos, con y sin aliento, de aquí y de allá.

Las banquetas de mi colonia, que recorrí miles de veces en mi bicicleta, nunca volvieron a ser llanas: los árboles se habían movido con tanta violencia que rompieron y botaron el pavimento y las placas de cemento. El edificio de departamentos en el que viven mis padres aún tienen ese par de grietas que se formaron. Crecí sabiendo que un simulacro tiene que ver con todo menos con simulación. Tengo una sensibilidad diabólica para darme cuenta de que la tierra se está moviendo, y una capacidad asombrosa para no temblar ni perder el control cuando hay que «surfear» a través de la casa para ponerme a mí y a mi familia a salvo…

Viviendo en el sur de la ciudad, como mis padres trabajaban en el centro y el norte de la misma, estaba inscrito en una escuela de la primer zona postal. Aquel jueves se nos hacía tarde, y la calzada de Tlalpan avanzaba a vuelta de rueda hacia el centro. Dejamos atrás la Ciudad Jardín, y lentamente pasamos por el túnel sobre el que la avenida Taxqueña se transforma en Miguel Ángel de Quevedo. Y ahí comenzó lo raro: las luces interiores del túnel se apagaron. ¿Sería porque la luz natural ya era suficiente y nosotros nunca habíamos pasado por ahí tan tarde como para ver apagadas las luces? En fin.

Seguíamos avanzando, y raramente, el congestionamiento no cedía. Y en esa sinuosidad que desemboca a la colonia Country Club (antes del Metro General Anaya), el auto comenzó a moverse de modo extraño.

―Deja de jugar con el volante.

―No estoy jugando, creo que se está saliendo una llanta.

―Entonces, párate porque eso es muy peligroso.

Papá no alteró el tránsito al disminuír al mínimo la velocidad: tenía la intención de llegar a la orilla del arrollo. En instantes, todos los autos estaban detenidos. Yo volteé a la banqueta, porque un hombre estaba abrazado de un enorme poste de luz, que se balanceaba como un agitador de bebidas dentro de un vaso en movimiento.

―¡Está temblando!

Mamá comenzó a elevar una plegaria, con mi hermanito en sus brazos, en ese timbre y tono desgarrador que ella solamente usa cuando se dirige a Dios. Según mi padre, era increíble que un temblor se sintiera dentro de un automóvil.El auto efectivamente se movía. No sabía qué pensar. Yo miraba al poste y trataba de calcular si al caer, tendría la longitud suficiente como para caer sobre nosotros.
Unos momentos después, todo pasó. El tránsito reanudó su marcha, igualmente lenta que antes de detenerse. Al pasar la estación Ermita, el trance cobró tintes de pesadilla: una densa neblina gris-azulada nos envolvía, por lo que el avance de los autos nuevamente se detuvo. Esta vez por mucho tiempo.

Qué rareza que luego de un temblor tan intenso hubiera una neblina tan densa.

―Tengo que hablar a la compañía, porque voy a llegar tardísimo. Yo creo que Rafael ya no llega a la escuela.

―Sí, yo también voy a pedir un día a cuenta de vacaciones. Quiero regresar a ver cómo está mi mamá.

Papá volvió de la caseta de teléfonos.

―Están muertos. No hay línea.

Seguimos avanzando con el tránsito, que era desviado hacia la derecha. No había paso hacia el centro de la ciudad.

―Voy a dejar aquí el carro, y trataré de llegar a la sucursal del Centro, para reportarme desde ahí a Vallejo.

No recuerdo cómo caminé una distancia tan larga, o sea, no recuerdo haberme cansado. Seguramente iba viendo a la gente que salía y gritaba, que preguntaba si los demás estaban bien. Lo que recuerdo es que la niebla era más densa.

Pronto descubrimos que no era niebla. Era el polvo que levantaba el viento de los innúmeros derrumbes. Al pasar la nube de polvo, llegamos a la colonia Tránsito. Levanté la mirada para ver un edificio alto, convertido en esqueleto, con fuego en uno de sus pisos. Papá y yo entramos en la sucursal Centro de la compañía para la que trabajaba. No había luz. Se alumbraban con lámparas sordas, y un radio de baterías les daba noticias muy escuetas e inciertas. Nadie sabía qué había pasado ni cuándo volvería a haber luz y teléfono.

Tampoco recuerdo el regreso a casa. Sólo recuerdo que los vecinos no creían lo que habíamos visto. El temblor fue fuerte, pero no para tanto.

Cuando la energía se restableció y la televisión tenía más información, aún merecíamos el desdén de los vecinos: No habíamos visto nada.

Antes de comenzar el lamento generalizado, la gente se puso a rescatar lo rescatable: vidas y más vidas. Ayudar a los heridos, remover los escombros para salvar a los atrapados, y aunque realmente no había cundido el pánico, la gente salió a dormir a las canchas deportivas y campos abiertos, porque toda casa era un asesino potencial por si se presentaban réplicas.

Y llegó la réplica un día después. Llegó de noche. Lo que de material, de vida y de espíritu quedaba en pie, se vino abajo al unísono en medio de lamentos de dolor físico y de la angustia de los arrepentidos que creían estar ante un inminente enjuiciamiento divino.

Y ahí comenzó nuestro descenso al infierno. Los edificios se habían derrumbado de mil formas diferentes: unos en emparedado, otros ladeándose hasta quedar acostados, otros simplemente se arrugaron como papel, y otros se hicieron polvo como una galleta. Cuando vi imágenes de la Berlín devastada por los Rusos, supe qué se sentía estar en una ciudad así. Nada era seguro: nada estaba en pie. Había mucha gente atrapada, herida, asfixiándose, o muriendo inconscientes con una lentitud infernal.

Mi madre, que trabajaba en el telégrafo, debió someter su alma a transitar a diario por las calles del centro: las calles mismas del infierno de Dante, contemplando la ciudad que la vio crecer hecha pedazos, trizas, cenizas, y a la gente, humildemente servicial, dando lo que se podía: comida, agua, consuelo. Su trabajo se convirtió en una agencia de obituarios altamente demandada. Al terminar el turno, no había plácido regreso a casa a calentar comida, hacer la tarea con los niños y ver la telenovela. No había siesta en el metro. No había plática superflua con las amigas. Sólo había tristeza, nadie sonreía, nadie hablaba. La ciudad entera estaba en una perplejidad hipnótica.

Yo todavía tengo la certeza de que no nos ha platicado todo lo que vio. Su mirada se ensombrece como nunca cuando piensa en esos días.

La telenovela fue suplantada por los noticieros. Recuerdo que a los niños nos respetaron un par de horas de caricaturas en la tarde, pero de ahí en fuera, todo era ver noticias sobre los daños, la gente, los rescatistas, los milagros…

No sé cuánto tiempo duró. Sólo sé que mi escuela, como cientos de edficios que aún estaban en pie, tuvo que ser derribada, pero a diferencia de la mayoría de los edificios que fueron derrumbados mediante explosivos, nuestro plantel fue desmantelado casi piedra por piedra. Tuvimos que tomar clases cubiertos bajo carpas más precarias que las de un tianguis y sentados en las sillas que nosotros mismos llevábamos. Mi padre donó a la escuela el pizarrón grande que me había fabricado para que yo jugara en casa. Luego de unos meses teníamos aulas prefabricadas de lámina en las que cursamos más de un ciclo.

Finalmente, a inicios de 1986, estrenamos una escuela hermosa. Lo siguiente que recuerdo es un día que nos dejaron salir media hora más temprano de lo normal. Corrimos a la herrería que estaba justo cruzando Allende a ver cómo Fernando Quirarte y Hugo Sánchez marcaban sendos goles ante la selección de Bélgica. Todos gritamos de júbilo. Era el Mundial de México.

¿Había pasado lo del temblor? ¿En qué momento fue oficialmente superado? ¿Es ya parte del pasado?

Publicado por

R de la Lanza

Clasicista de formación, R. de la Lanza es narrador, guionista, periodista cultural, editor literario y profesor. A su pasión por las letras se añade su amor por el rock y el futbol. En 2016 debutó como novelista con «Eleusis. The Long and Winding Road», una historia multigeneracional que trata de elucidar la escisión fundamental de la experiencia humana entre el espíritu y la materia.

2 comentarios en «19 de septiembre de 1985: una de tantas crónicas»

  1. entonces tú fuiste compañero de automóvil de mi padre. A él le tocó exactamente bajo el puente de Tlalpan. Me acababa de dejar en la escuela, la secundaria #149. Recuerdo cómo se movía la antena de la repetidora de la XEQ aun anclada con cables. El día 20 es el día que más miedo he tenido en toda mi vida. Un recuerdo para los que no debieron haberse ido ese día…

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  2. Ese edificio, que pones como foto del recuerdo del terremoto del 85, era el de Topeka, fabrica de ropa vaquera, el cual se cayo en sándwich 5 minutos posterior al epicentro, por practicas de abuso laboral, sus dueños no dejaron salir a nadie de sus costureras y tenían como costumbre, cerrar con candados al ingresar a trabajar. A mi no se me olvida, ya que vivía a dos cuadras de la Calzada Tlapán en ese tiempo por San Antonio Abad, subimos a ver con mi familia a mis vecinos que vivían en la azotea del edificio y ahí contemple el desplome y el griterío, llantos, que fue usual al lugar durante los siguientes 15 días, ya que no le dieron la importancia de rescatar a nadie, como lo fue en oficinas de gobierno y multifamiliares. En memoria de un México que ha necesitado ser movido, literalmente, para despertar de su letargo.

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